miércoles, 23 de abril de 2008

Focas italianas.

Habíamos dicho entonces, que recorriendo la Costa Oeste de la Isla Sur, ergo los Alpes Kiwis, te vas cambiando el paisaje en cuestión de horas. Y puedes pasar de esto:



a esto otro:



Haciendo escala por aquí,



Y por aquí, claro está.



Y todo esto, relativamente cerca, y relativamente lejos. Todo depende de si eres un coche o un cuervo.
El coche pierde.
Así que decidimos perdernos, y cambiamos de costa.
Esto ya lo sabéis, vaya. Pero me apetecía colgar las fotos y no tenía otra excusa.

De Timaru, de los uruguayos Cerve y Vino, a Omaru. A buscar a los pingüinos. Llamamo a su puerta, a ver si se bajaban a jugar a la plaza, pero estaban castigados, así que decidimos bajar a Dunedine.
En Dunedine, rozando la muerte y esquivando a un par de coches, decidimos que además de un par de universitarias, poca cosa había allí, así que decidimos perdernos una vez más. Nos perdimos hacia Otago Peninsula.

Otago Península es lugar silvestre y por domesticar. Mola.
Allí encontramos el que posiblemente sea el hostal más marciano que he visto en mi vida. Y mi vida se compone de unos cuantos hostales.

Básicamente era una casa con habitaciones frente al mar, con una caravana, un autobús escolar que hacia de caravana de matrimonio, y un letrero en la puerta que rezaba: "Hola, somos Christinne and Bill, los dueños. Pasad y acomodaos, y ya os veremos de noche".
Es decir, una casa con la puerta abierta.
Por ninguna parte había precios, así que decidimos ir a buscar a alguien.
Alguien no apareció, pero a un par de cientos de metros había otra casa, la de un señor muy mayor que a veces hacía de hostal. Decidimos quedarnos allí, en lo que antiguamente era la habitación de sus hijos.

El señor veía la tele pero escuchaba música clásica, y nos dijo que había unas focas en la playa. Le pregunté si eran italianas, y no comprendió el chiste. Sacó un libro de su estantería y durante media hora me tuvo buscando alguna corriente oceánica que trajera focas desde el mediterráneo.
Como ya he dicho, era un señor muy mayor.

Aquí, una foca.


Efectivamente, la playa estaba sembrada de focas. y de un par de leones marinos.
Las focas se dejan hacer. Los leones no. Su padre. Acercarme a un metro de los bichos con la cámara desató la tercer guerra mundial. Tíos, me reservo la historia completa para después de un par de orujos del Envalira. Esta y la de las cabras montesas son historias que se merecen una buena sobremesa.

Algo más divertido. Los pingüinos.
Graciosos. Muy graciosos.
De hecho, todo es gracioso en el mundo pingüino. Ellos, sus andares, sus ruidos, y los humanos que se acercan para verlos.

La cosa es que sólo salen del agua al atardecer. Algo no entendimos muy bien, y llegamos al anochecer. La cosa pintaba absurda.
Cuando llegamos a la playa de la colonia de pingüinos, sólo había unos treinta humanos. Mirando a la nada, al vacio, a la oscuridad. Parecía un encuentro Ovni, de esos. Sólo faltaba Carlos Jesús soplando al aire.

Al final, ocurrió. Me estaba liando yo un cigarro de liar, cuando empecé a escuchar una conversación en pingüino. Ellos estaban hablando de sus cosas, y caminando en la oscuridad. La oscuridad pasa entre mis piernas, y ellos también. Uno se paró a medio camino, se me quedó mirando, y decidió que yo no era nada interesante, así que siguió su camino a casa.
Debía de ser una pingüina.

Esta es la única foto que tengo. Si tiras una foto con flash, los verdes te apuñalan por la espalda, por molestar a los bichos.



Poco después, aún entre pingüinos, me llamó Mireia para informarme de que la tormenta de las tormentas venía a la Isla Sur. A los pingüinos les asusta el ring del teléfono, y a los japoneses también.
Mireia estaba en lo cierto. La tormenta madre empezó ese día, y en nuestra habitación de hijos adoptados estábamos a cero grados. Val tuvo suerte, le tocó litera. La de abajo. A mí dormir con capucha amén de las goteras.

Al día siguiente, emergiendo de entre la lluvia llegamos a Wanaka. Parada sin fonda, pero con gominolas. Ciudad de hacer snowboard y de guardar un tractor en el garaje.
Es este país son unos auténticos enfermos de las gominolas. Las adoran, las tienen por montones. Las devoran. Eso, las hot pies, las cookies, y el chocolate.

Tras Wanaka (transalpine), llegamos a Queenstown. La ciudad a la que peregrinan los ingleses que llegan Nueva Zelanda.
Los árabes van a la Meca, los cristianos a Santiago de Compostela, los fans de Elvis a Graceland, y los ingleses a Queenstown o Ibiza.
Ellos son así.

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